Cuento pre-réquiem

Por Ángela Jiménez

Aún no había muerto,  y sin embargo mi madre ya alistaba la ropa para su funeral.  Sus ojos, cada día iban perdiendo el fulgor que iluminaba la casa materna. Cada vez probaba menos bocado, y ella sabía que el día del éxodo podría llegar en cualquier momento.

Como podía con sus manos llenas de torpeza,  propia de la vejez que le estorbaba, se rezaba cuatro rosarios al día, rogándole a la virgen que intercediera ante el Padre para que le diera cinco años más de espera y prolongara sólo por esos pocos días su permanencia la tierra.

Sus rezos eran interrumpidos por ella misma cada treinta segundos, pues olvidaba por momentos la continuación del Ave María que se sabía al derecho y al revés en sus tiempos de juventud; en aquellos tiempos rancios, en los que la gente tenía temor de Dios, y pretendía empatar los pecados de la vida profana, coreando alabanzas al cielo, que sólo por la fe que le obligaron a tener, creía eran escuchadas.

Su voz se había tornado flemática y sus ademanes, cada vez más lerdos.  Algunas veces entre los renglones de su memoria,  se le escapaban nombres, y palabras comunes. Su enmarañada cabeza, le permitía desvariar  y le hacía viajar en pequeños espacios de tiempo a su pueblo natal; luego a los 20 minutos, podía querer  salir corriendo a la casa de su hija más querida, porque ella sabía que la casa estaba a la vuelta de su cuarto,  --“ sí aquí mija, aquí a la vuelta de la casa”--, que realmente, era la habitación en un cuarto piso, del hospital en el que estaba internada a razón de sus quebrantos de salud.

Su válvula mitral estaba ya burlada a causa de los 91 años que “su Dios le había regalado".  Aunque tengo la leve sospecha de que fue por el argumento válido  de las vicisitudes que le tocó sortear a lo largo de su vida.  Era una mujer agria, dura, reacia, indócil e insolente...  Recuerdo que pocas veces sonrisas tímidas se escabullían por entre su rostro.  Su rictus frívolo, no daba lugar para pensar en estremecer su alma aún con el gesto más tierno propio de la infancia de sus nietos más pequeños. Es más, recuerdo perfectamente, que nunca la vi llorar, porque no era una mujer sensiblera.  Por el contrario, todo el tiempo le huía a la temeridad.   Esa mujer era un roble.  Un roble de raíces fuertes, que nada, nunca, podría derribar.

La casa de la abuela ya olía a flores y a inciensos... A los olores que más les he temido en la vida. Evitaba ya  dormir por el temor de ser sorprendida a prima noche por su indomable espíritu antojado de recoger los pasos en las casas que tenía más entretejidas a su corazón. Tenía el temor  de cerrar los ojos, pues en cualquier momento podría cumplir su amenaza fatal de "agarrarme el pie, pelarme los dientes y mostrarme sus ojos  desorbitados al tiempo que con su mano derecha jalara su lengua", todo aquello en síntoma de protesta por las veces en que le desobedecía.  La desobediencia que encontraba en mi disfrute, el pellizcar los pezones que cubría su bata, y agarrar con fuerza y constantemente sus firmes nalgas por encima de la pollera. Cuánto detestaba que yo hiciera eso; sin embargo, aprovechaba cualquier momento de su descuido infantil, para reincidir con alevosía.

Nunca, a pesar del alzheimer tardío que me hacía reír continuamente, olvidó su escalofriante amenaza. El irrevocable ultimátum al que siempre desatendí burlonamente y al  que ahora  más que nunca, temo que formalice cuando alguna fuerza desconocida, falle a favor de la conclusión de su vida.

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