Y dónde carajos queda Tiananmen?


Yo soy la voz que clama en el desierto.
Evangelio de San Juan, 1:23

Y, ¿de qué sirve denunciar?, dirán muchos. Respondo yo que de inconformes se ha construido el mundo y por ellos existen muchas de las comodidades que disfrutamos.
Aunque hablar o crear por una necesidad no siempre fue la causa de lo que sugiero anteriormente, se convierte en una necesidad misma cuando lo que ocurre a nuestro alrededor no está bien o no marcha correctamente.
Y, ¿qué está bien? O, ¿qué está mal? Más allá de que estas cuestiones vengan al caso, nunca faltará la voz que escuche al oprimido y que hable por él, si fuere menester. Desde que la humanidad se hizo humana, perdón por la vaguedad del término y vaya que se está perdiendo, unir filas en favor del necesitado es uno de los actos más loables que hayan existido jamás. Muy a pesar de que la causa sea efímera, inútil o estúpida incluso.
Juan, el bautista. Famoso profeta bíblico, se caracterizó además de anunciar la venida del reino de Dios, según la tradición cristiana, por denunciar los males que aquejaban a su pueblo y el comportamiento impropio del mismo. En su afán de abrir los ojos al pueblo judío, murió decapitado al turbar las masas.
Y, ¿vale la pena morir por denunciar lo abyecto? Todos los extremos son perjudiciales. ¿Quién querría morir? Lo magnánimo de un hombre con el perfil que describo es que asume su propia pérdida como el paso para que su voz no quede silente. Aunque clame en el desierto, siempre retumbará...
Y qué! Muchos mueren denunciando y nunca pasa nada... Y digo yo, ¿por qué dejar que las cosas sigan igual? ¿Tan acostumbrada está la humanidad al sufrimiento? Tengo una espina en el pie, pero mejor salto en el otro... Visiones erróneas de la vida, quizás...
Hace 20 años en China, un hombre, un grupo. Cansados de la ignominia que los tenía sometido el régimen comunista, levantaron su voz. Pidieron mejores condiciones de vida. Pero estos hombres no hablaban a título personal. Eran el reflejo de una sociedad agotada que nunca se le escuchara. Que otros decidieran que era lo mejor para ellos. Sin tomarse el tiempo para preguntar.
De hecho, nunca preguntaron.
De repente, el grupo ya no fue grupo. Poco a poco, se convirtió en multitud. Casualidad? No lo creo. Y se hizo multitud sin recurrir a las vías de hecho, sin incitar ni usar la violencia. La mayor plaza de la capital china fue tomada de forma pacífica. El gobierno del pueblo respondió. Al día siguiente ni un sólo manifestante quedó en la plaza. El ejército del pueblo reprimió la voz usando lo que el pueblo nunca usó...
Todo esto ocurrió en la Plaza de Tiananmen. (Leer de nuevo el título). En Beijing, China. En 1989.
¿De qué sirve alzar la voz? Mucho. Para demostrar que se está ahí, digo yo. Que se existe. Que se vive.
Sin embargo, la tristeza me embarga pues muchos de mis contemporáneos ni siquiera sabrán dónde o qué significaron estos sucesos. Habrán cosas mejores en que pensar...
Mi esperanza hoy, cómo la de muchos que escriben, sólo consiste en que la voz sea sórdida y al menos mueva consciencias...
Se existe, se vive...

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